Me gustaría intentar desarrollar un tema que no puede ser más actual: el de algunas de las relaciones entre la moral y la política en lo que tiene que ver con los asuntos internacionales, tal como lo ve nuestro ilustre homenajeado, Norberto Bobbio; y acaso, a veces, tal como yo lo interpreto, espero que no muy erróneamente, a partir de los postulados de Bobbio sobre el asunto. En realidad, es un tema muy vasto y muy complicado sobre el que yo intentaré desarrollar los apuntamientos que me parecen más relevantes.
Pero antes, una advertencia que me parece pertinente, precisamente por ser un asunto muy actual, se han movilizado, a la par de razonamientos y esfuerzos intelectuales por tratar de comprender el fenómeno de la guerra de Irak, también una corriente muy grande de pasiones y emociones –tanto por tirios como por troyanos-, por decirlo así, que poco contribuyen a aclarar un hecho tan importante y sangriento, apenas iniciado el siglo XXI. Antes de entrar propiamente en materia, permítanme decirles a ustedes, que, en la medida de lo posible, evitaré las alusiones directas a lo que está ocurriendo, y más bien intentaré explicar algunas de las líneas generales más importantes a mi juicio, con las que Norberto Bobbio explica el problema de la guerra y de la paz, y sus implicaciones morales y políticas. Me parece, digámoslo de una vez, que este es el mejor camino para abordar no sólo éste, sino cualquier otro asunto en un recinto universitario.
Comenzaré en una aparente contradicción con lo que llevo dicho hasta aquí, con explicar ante ustedes una toma de partido de Norberto Bobbio que define una actitud de responsabilidad –y creo que esto salva la contradicción-, ante el asunto de la guerra.
A la mitad de enero de 1991, justo el día en que expiraba el plazo del ultimátum de la ONU, y no un país en particular, contra Irak por la invasión a Kuwait, Norberto Bobbio hace unas declaraciones sobre esa primera guerra del Golfo, y tal como lo refiere en su Autobiografía “sosteniendo que la guerra era justa, aunque habría que ver si también sería eficaz”, y agregaba en otra entrevista: “Me da mucho miedo que los pacifistas acaben por hacerle el juego al adversario... Sigo convencido de que no se puede ni se debe dejar impune una agresión a un Estado soberano”.[1]
¿Qué entendía Bobbio por la eficacia de la guerra?: “Por parte de los americanos y sus aliados... no sólo deben ganar la guerra, sino que ésta ha de ser rápida, y por lo tanto lo más incruenta posible y lo más limitada posible a la relación entre los americanos y sus aliados y el gobierno de Irak”.[2]
Esta actitud de Bobbio, la de considerar “justa” a una guerra, provocó una airada reacción de colegas y discípulos, como el mismo Bobbio, turinenses, esta reacción, como es natural, le dolió de veras al maestro, pero reacciona reafirmando una posición de responsabilidad que ejemplifica en la propia historia italiana.
Dejemos que lo refiera el propio Bobbio:
“Me daba cuenta de que nuestra división reflejaba una fisura que atravesaba toda la sociedad italiana, tanto a la izquierda como a los católicos, ante un conflicto, en apariencia insalvable, entre ética de los principios y ética de la responsabilidad. Por otra parte, no había día en que los periódicos, televisión y radio no planteasen la cuestión.
“Como no ocurría desde hacía muchos años, un interrogante moral inquietaba a muchos ciudadanos italianos.
“Un grupo de profesores de la Universidad de Turín, algunos de los cuales habían sido alumnos míos, envió a los periódicos una carta de disenso, con un título abiertamente irónico, Discúlpame, maestro de paz: “Nosotros sostenemos que por principio (subrayo “por principio”) no existen guerras justas, ésta es la primera razón por la cual consideramos que la guerra del Golfo ha de evitarse y que no debe entablarse a ningún precio” (subrayado mío, otra vez, una posición de principio) En mi réplica, -dice Bobbio-, no ocultaba mi estupor de que los firmantes fueran intelectuales que se inspiraban en los valores de la Resistencia, justamente llamada ‘guerra de liberación’. En cuanto guerra, ¿también ella debía considerarse injusta?”.[3]
Recuerdo a ustedes que la distinción weberiana entre ética de los principios y ética de la responsabilidad (que alude a los resultados, o a la eficacia, en las palabras de Bobbio al respecto) ha sido extraordinariamente valiosa para comprender las decisiones políticas, las cuales, las más de las veces, se fundan en una ética de las consecuencias o de la responsabilidad.
Sin embargo, y precisamente porque su posición es la de la responsabilidad, y fiel además a su espíritu laico y liberal, el propio Bobbio manifiesta sus incertidumbres:
“En mi réplica en L’unitá, ‘Hay aún guerras justas’, remachaba la distinción entre uso lícito y uso ilícito de la fuerza, pero confesaba que tenía mis dudas sobre si se habían puesto en práctica todas las vías pacíficas de solución del conflicto y si la guerra hubiera podido ser suspendida o aplazada”... “Pero un punto debe quedar muy claro: renunciar a la fuerza en ciertos casos no significa descalificar la fuerza sino únicamente favorecer la fuerza del prepotente”.[4]
Finalmente, declarar la guerra es una iniciativa que involucra aspectos legales y políticos, pero como el propio Bobbio acepta, también profundamente morales. No en balde, un texto ya canónico de uno de los autores citados por Bobbio, el de Michael Walzer y que se titula justamente, Guerras justas e injustas, lleva significativo subtítulo, Un razonamiento moral con ejemplos históricos.[5]
Ahora bien, ¿El hecho de que existan guerras justas, significa que no se deben movilizar todos los medios, jurídicos, políticos y morales para lograr una paz permanente, que no sea una simple tregua o armisticio que aprovechan los países para hacerse de recursos e iniciar otra guerra, como desgraciadamente ocurrió en el siglo XX?.
No para Bobbio, según nuestro filósofo, es necesario diseñar toda una “estrategia para la paz”, justa en sí misma porque se trataría de dejar atrás los horrores que todas las guerras, justas o injustas, necesariamente acarrean para los combatientes y aun los no combatientes. Pero otra vez, se trata de que la indudable corrección moral del pensamiento pacifista, como principio inconmovible, se logre realmente, obtenga el resultado efectivo que se busca: la paz permanente de la resolución pacífica de los conflictos.
Para abrirse camino a través del espinoso problema de arribar a una paz permanente, es decir, que suspenda incluso la posibilidad de la guerra, y que por ende, logre hacer obsoleta la distinción entre guerras justas e injustas, nuestro filósofo hace algo habitual en él, recurre a los clásicos, que obtienen este calificativo por ser fuente permanente de inspiración y de enseñanza.
Son dos los filósofos a los que acude Bobbio para diseñar la “estrategia para la paz”, la cual, hay que decirlo de plano, no diseña sin enormes reservas. Ellos son Hobbes y Kant. Comencemos por este último, así sea por el sólo hecho de que el opúsculo que tiene en mente Bobbio, y no podía ser de otra manera, es el texto “áureo” (calificativo de Bobbio) que se titula justamente Sobre la paz perpetua.[6]
El propio Kant tiene también sus reservas sobre la utilidad práctica de su texto. Las expone en la propia presentación; lo notable es que el severo Kant, en unas cuantas líneas, se permite explicarse, como presentación a tan ardua materia, con una gracia, una ironía y hasta un humor –humor negro- poco frecuente en su riguroso estilo, y así nos introduce a Sobre la paz perpetua:
“Puede dejarse a un lado la cuestión de si ésta satírica inscripción, escrita en el rótulo de una posada holandesa en el que había dibujado un cementerio, interesa a los hombres en general, o a los jefes de Estado en particular, que no llegan nunca a estar hartos de la guerra, o exclusivamente a los filósofos, que anhelan ese dulce sueño. El autor del presente ensayo pone como condición lo siguiente: que el político práctico sea consecuente, en caso de conflicto con el teórico, y no pretenda ver peligro alguno para el Estado en las opiniones de éste, aventuradas al azar y manifestadas públicamente, ya que suele desdeñar al teórico, cuyas nuevas ideas, según el político práctico, no ponen en peligro al Estado que debe arrancar de principios empíricos, y a quien se le puede permitir echar los once bolos de una vez sin que aquél, político de mundo, le haga ningún caso, con esta cláusula salvatoria quiere el autor saberse a cubierto, expresamente y de la mejor forma, de toda interpretación maliciosa”.[7]
A continuación, Kant desarrolla, según Bobbio, la primera gran filosofía de la paz (la guerra ya había tenido grandes teóricos), que en términos muy generales la plantea como una filosofía “cosmopolita” con el mayor grado de universalización posible, y aunque en Sobre la paz perpetua él la llama una “federación”, el jurista Bobbio nos dice que es propiamente una confederación de Estados con semejante forma de gobierno: la republicana (que no es exactamente lo que nosotros entendemos por el término); pero según Kant estas repúblicas podían asegurar la paz porque en todas las que conformarían la confederación, los pueblos podían controlar las acciones del soberano, y era muy difícil que esos pueblos decidieran la guerra.
Bobbio cita unas cuantas líneas definitivas de Sobre la paz perpetua:
“Si se pide el consentimiento de los ciudadanos para decidir si la guerra debe o no hacerse, nada es más natural que el hecho de que deben decidir hacer recaer sobre sí mismos todas las calamidades de la guerra... ellos pensarán largamente antes de iniciar un juego tan malo”.[8]
Haciendo a un lado el hecho de que éste imperativo moral es hipotético y no categórico, como tal se formula: “Si quieres evitar que caigan sobre tus espaldas los males de la guerra, no la declares”, la concepción kantiana de la paz no puede ser universal porque no todos los Estados cumplirán este requisito, además, como en la analogía hobbsiana, estos Estados, aún en su forma republicana, mantienen relaciones entre sí como personas, no sujetas por lo tanto a ningún poder superior, Kant deja la puerta abierta para que la situación de guerra potencial no desaparezca, que era la posibilidad que se había tratado de evitar.
¿Por qué entonces Kant no deriva las consecuencias lógicas de su planteamiento y propone un Estado de estados que refrene con efectividad, y no sólo con imperativos morales, la posibilidad de la guerra?. Su respuesta es de lo más interesante, pero quiero dejarla para después de intentar explicar ante ustedes el esquema hobbsiano. En Hobbes, más que en Kant, están dadas las premisas para acudir a un tercero súper partes mundial que someta a los países tentados por la belicosidad; pero ese paso tampoco lo dio. Me explico, recuerdo a ustedes, en forma muy sintética el esquema hobbsiano, en el hipotético estado de naturaleza en el que los individuos, -que forman una muchedumbre-, más que permanentemente en guerra, como son mediocres y temen a la muerte, se están siempre molestando, sin poder armar fines comunes, viviendo permanentemente en un estado de incertidumbre y zozobra, estado del que sólo pueden salir hasta que decidan unirse (pacto de unión), y hacer nacer el “artificio” mayor que mente humana alguna puede concebir, el Estado, que en la metáfora de Hobbes, recibe las pequeñas espadas de los individuos que fundidas, son recibidas por el soberano que concentra así en las manos todo el poder armado efectivo para garantizar y, cuando es necesario aún imponer la paz, en esencia, es lo mismo que dirá Weber siglos más tarde: “El Estado conserva el monopolio legal de la violencia”, y deciden hacer otro pacto, éste, el de sujeción al Estado Soberano. Así la muchedumbre abandona el estado de naturaleza para convertirse propiamente en pueblo, en organización política. Por mi parte, creo que nunca se insistirá demasiado en la función civilizatoria que el Estado obtiene en la visión de Hobbes, y que efectivamente ha cumplido.
Pero a Hobbes, naturalmente, no se le podía escapar que los diferentes Estados constituidos civilmente, guardaban entre sí las mismas relaciones que guardaba la muchedumbre de individuos en el estado de naturaleza, tampoco se insistirá demasiado en que a Hobbes le repugna este “miserable” estado de guerra potencial que se actualiza a cada rato, esto es tan cierto que hasta el día de hoy, hay no una sino varias guerras en el planeta, algunas de ellas, piensen ustedes en las de África, las más encarnizadas.
Se sabe por qué Kant rechazó el Estado Universal, pero no se sabe por qué lo hizo Hobbes, en cuyas premisas, repito, se encontraba in nuce esta organización mundial:
“Sólo pueden ser objeto de conjetura –dice Bobbio- cuáles fueron los motivos por los que Hobbes no propuso ni siquiera para un futuro lejano la superación del estado de naturaleza entre los Estados mediante ese pacto de unión que había hecho salir del estado de naturaleza a los individuos: la única afirmación que se puede hacer con certeza es que, en la época en la que vivió Hobbes, el ideal de la paz perpetua sólo podía aparecer como una quimera”.[9]
Son, de acuerdo con Bobbio, límites históricos los que impiden a Hobbes, vuelvo a insistir, derivar las consecuencias necesarias de sus premisas. No son esos límites los que impiden a Kant pensar en un solo súper poder estatal, sino una razón más elemental, de sentido común diría yo, aunque no digo que por eso sea correcta, y que imagino que a muchos de ustedes ya se les habrá ocurrido. Escuchemos a Bobbio:
“La razón por la que Kant se detuvo en la sociedad de Estados y no llegó a proponer un estado de Estados queda bastante clara en el texto: Kant tenía la misma preocupación que movió a los partidarios del equilibrio del poder a desconfiar de una monarquía universal. También el Estado de Estados era visto por Kant como una nueva e ineludible forma de despotismo”.[10]
Un solo súper Estado sobre todas las partes, monárquico, sería peor que la potencia tremenda, de la que habla Kant, o sea la gran potencia por encima de otros Estados, que es lo que ocurre actualmente con Estados Unidos.
No hay, creo yo, una sola razón válida para no plantear un super Estado con poderes coercitivos que lo hagan eficaz para dominar a los países belicistas, no nada más el de hoy, sino los de ayer y probablemente los de siempre. Hoy ya es frecuente escuchar este tipo de planteamientos, sin ir más lejos, en ésta misma mesa, Luis Salazar plantea en su último artículo, con el propósito de que América Latina se desembarace del poder de Estados Unidos la “súper potencia militar y económica”:
“Por ello parece indispensable asumir que, más allá de la crítica muy necesaria a las políticas del consenso de Washington, ya no es posible sostener las viejas ideas que dieron vida al Estado nacional como depositario de un poder cabalmente soberano. La noción de soberanía lo mismo que la de autodeterminación de los ‘pueblos’ –que en su momento desempeñaron un papel fundamental en los procesos de descolonización- deberían ser sustituidas por un proyecto de largo plazo orientado hacia la configuración de una constitución mundial o cosmopolita que obligue a todos los estados y a sus gobiernos a proteger y garantizar los derechos humanos fundamentales. Una constitución que transforme las declaraciones y convenciones internacionales existentes sobre los derechos humanos en verdaderos principios normativos garantizados por tribunales y fuerzas coactivas internacionales”.[11]
Y apenas el día de ayer, leo en nuestro conocido filósofo, Richard Rorty las siguientes palabras:
“Es sabido que Albert Einstein hizo la observación de que si se tuviese que ir a la III Guerra Mundial con toda la tecnología disponible, la IV Guerra Mundial volvería a librarse con palos y piedras. Einstein temía un intercambio de ataques termonucleares en el supuesto de que Naciones Unidas no llegara a convertirse en un Gobierno mundial con una fuerza policial con capacidad para imponerse. Nada de lo aprendido desde entonces podría debilitar este argumento”.[12]
En fin, como todo el mundo sabe, ahora nos enfrentamos a otro tipo de violencia que ya no es la del terrorismo tradicional, ya muy documentado, que operaba casi siempre dentro de fronteras nacionales. Este terrorismo es otra cosa y vulnera los principios esenciales de toda moral y de toda política mínimamente razonables.
Pues bien, yo quisiera terminar esta intervención con una cita en la que Bobbio, en 1994, se adueña de las mismas “malignas virtudes proféticas” que, Juan Carlos Onetti atribuyó al poeta Yeats:
“Ha transcurrido el siglo <
* Ponencia presentada en el acto de homenaje a Norberto Bobbio, en la Facultad de Filosofía y Letras.
[1] Editorial Taurus, Madrid, 1997, p. 264.
[2] Ibid, p. 265.
[3] Ibid, p. 265.
[4] Ibid, p. 267.
[5] Paidós, España, 2001, p. 448.
[6] Tecnos, Madrid, 1994, p. 69.
[7] Ibid, p. 3 y 4.
[8] El filósofo y la política, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 327.
[9] Ibid, p. 326.
[10] Ibid, p. 327.
[11] (Configuraciones, núms.. 12 y 13, abril-septiembre de 2003, “Política y democracia en México”, págs. 10 y 11.)
[12] El País, España, 29 de marzo de 2004, p. 12.
[13] De Senectute, Taurus, Madrid, 1997, págs. 69 y 70.
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