Memorial de Chile: dos candidatos y un poeta
Por Roberto Escudero*
El propósito deliberado de mi viaje a Chile es muy sencillo: había sido testigo del triunfo electoral De Salvador Allende en 1970, y ahora lo quiero ser del triunfo de Michelle Bachelet, y escribir un testimonio muy personal de dos hechos de la vida de este país separados por nada menos que treinta y cinco años.
Pero yo quería y creía que la campaña de la Bachelet (como le dice todo mundo aquí a las mujeres, echando por delante el artículo), sería, en el año de 2005, una reactualización de lo vivido en 1970, que el propio estilo de hacer política no había sufrido cambios. De hecho quería recuperar a un Chile, y más exactamente a un Santiago de Chile, que se me había quedado prendido a la memoria: el de las grandes concentraciones: Una para esperar a la designación del candidato de la Unidad Popular, para el que competían varios precandidatos: Rafael Tarud por el Partido Radical, Jacques Chonchol por el Movimiento de Acción Popular Unitaria, Salvador Allende por el Partido Socialista de Chile y el mundialmente afamado poeta Pablo Neruda por el Partido Comunista; las otras concentraciones de verdad multitudinarias como parte de la campaña, una de ellas muy emotiva y absolutamente novedosa, al menos para mí, convocada exclusivamente para las mujeres – ¿habrá algún antecedente en el mundo?-. Algunas otras en el espacio cerrado del teatro Caupolicán, que se encontraba en un sector muy popular del antiguo Santiago.
Mi afán era por supuesto inútil, nacido de una fantasía pueril, que la vida de la capital de Chile se había detenido y ahora, en diciembre de 2005, se trataba simplemente de retomarla ¡Pero cuánto vivió este querido país desde entonces! Tres años tan solo del gobierno de Unidad Popular no exento para nada de contradicciones, en el que algunos impacientes, al querer llegar al socialismo por segunda ocasión en América Latina, colaboraron a que se tensara la cuerda hasta que se rompió, dejando a la izquierda aislada y cada vez más débil frente a una de las más extrañas, rancias y prepotentes oligarquías del continente; los resultados son de todos conocidos: el contundente golpe militar de Augusto Pinochet, que auxiliado por la Fuerza Aérea con un par de aviones, incendió el 11 de septiembre a la Moneda, el mundo contempló azorado, indignado e impotente, cómo un generalote acababa con un gobierno que había suscitado tantas esperanzas en el mundo pero que no había alcanzado a “tomar” el poder. Es decir, a alterar la estructura político-económica de Chile para instaurar un socialismo democrático que podía ser un ejemplo, si no a imitar, sí a seguir en líneas generales por otros países de América Latina.
En fin, exactamente en este momento recuerdo algo que había olvidado, el nombre del hotel en el que la policía chilena me dejó el 2 de octubre de 1969, era el hotel Albión, situado en la calle de Ahumada casi esquina con Moneda, la primera, eso sí, la más concurrida de Santiago entonces como ahora. Primera sorpresa: en el aeropuerto de Pudahuel, la policía chilena, que ya esperaba a un asilado político mexicano, fue muy atenta en su recibimiento, dos o tres policías me tomaron los datos de rigor –o que yo creía de rigor-, me dijeron que me llevarían a Santiago y me preguntaron adónde quería que me dejaran, dos o tres horas después debía presentarme en la central policíaca para iniciar los trámites también de rigor para que se me entregara mi cédula de identidad chilena y pudiera vivir en mi país de adopción. Roja mi cédula, azul la de los chilenos ¿O al revés? No, no lo creo.
Respondí a los policías que el Hotel Albión (¿cómo iba yo a conocer el nombre de un hotel en Santiago de Chile?)porque es el que me habían sugerido el embajador de Chile en México, Carlos Valenzuela Montenegro ( el segundo apellido no es obra de mi memoria, sino una información adicional que me ofrece el escritor Jorge Edwards, junto con algunos datos de la biografía política del embajador), y el senador radical Hugo Miranda, quien se encontraba en la residencia del embajador en la ciudad de México, casa a la que fui para que el embajador Valenzuela (un dato interesante es que la esposa de Hugo Miranda se llamaba Cecilia Jeria, tía por parte de madre de Michelle Bachelet hija de la antropóloga Angela Jeria) me despachara con dos elementos muy jóvenes de la embajada, quienes se encargaron de llevarme al aeropuerto para partir hacia Santiago de Chile, lugar en donde ahora me encuentro recordando lo que ya no es igual, lo que ha cambiado. Escribo estas líneas el lunes 9 de enero de 2006, a seis días de las elecciones presidenciales de la segunda vuelta, las definitivas, todo indica que ganará Michelle Bachellet, aunque por poca diferencia, como ocurre muy a menudo en Chile, al candidato de la derecha, remozado como modernizador y hombre de empuje, pero según yo, un típico representante de la derecha rancia y petulante a la que me refería.
Pero 35 años atrás, las campañas fueron muy diferentes, grandes multitudes en La Alameda, la calle más prolongada y emblemática de Santiago, detrás de sus respectivos candidatos: Jorge Alessandri, expresidente, representando a la derecha, del Partido Nacional; Radomiro Tomic, candidato centrista del Partido de la Democracia Cristiana, el partido en el poder; Y Salvador Allende Gossens, del Partido Socialista de Chile, a quien, tras algunas negociaciones, creo que no muy complicadas, finalmente mencionó el Secretario General del Partido Comunista, Luis (Lucho) Corvalán, una tarde soleada, como el candidato definitivo a la presidencia de la Unidad Popular. Ocurrió al fondo de la calle Bulnes, que comienza detrás de la Moneda. Allí se encontraban Neruda y Tarud. Me parece que Salvador Allende llegó un poco después, como culminación del momento climático que anunció Lucho Corvalán, con un símil papal: “Ya hay humo blanco, el candidato de la Unidad Popular se llama Salvador Allende”.
En ese momento estallaron el entusiasmo y la algarabía, y los gritos inolvidables de la multitud: “Allende, el pueblo te defiende”, “Neruda, el pueblo te saluda”. Para corresponder como corresponde a un poeta, Neruda, con una boina vasca que raramente se quitaba en los actos de campaña, se sacaba de una de las bolsas de su saco un pañuelo blanco y lo agitaba frente al pueblo.
El proceso electoral también se convirtió en un torneo de oratoria entre Tomic Y Allende. Jorge Alessandri no se rebajó a participar en él, no era muy amigo de andar entre multitudes, pero en la televisión se le veía, ascético y aristocrático –aunque sin fortuna personal- advertir con mano aquejada por el mal de Parkinson, “no me temblará la mano para gobernar”, en una actitud que después de todo no era patética.
El mejor orador era sin duda Tomic, pero con un partido mucho más debilitado de lo que se creía en ese momento, cambiaba la voz, la modulaba, fascinando a sus adherentes.
Pero Salvador Allende era otra cosa, por ejemplo en el acto al que fueron convocadas nada más las mujeres de la Unidad Popular, quizá el acto más conmovedor que recuerdo, mirándolo desde la acera, como muchos otros hombres, inició su discurso así: “Mujeres de Chile, hermanas en el dolor y la esperanza”, de una manera más bien convencional, pero lo increíble es que sonaba bien y era convincente.
El acto fue en el gran espacio detrás de la Moneda, frente a la mencionada Calle Bulnes, y hasta allí iban llegando los contingentes, pasaban y pasaban hasta que se llenó el espació, ordenadas, disciplinadas, combativas, con rostros de satisfacción y orgullo, esa era su marcha, iban a su mitin. Recientemente, Soledad Alvear, que dejó el Ministerio de Relaciones Exteriores para postular a la presidencia como precandidata de la Concertación por la Democracia, declinó hace unos meses ante Michelle Bachelet, (como Allende, militante del Partido Socialista de Chile),mujer inteligente democristiana, siempre sonriente, siempre agradable afirmó a un diario chileno, por razones obvias: “la onda es mujer”, algo que finalmente se hizo más efectivo el 15 de enero, día que ganó Michelle Bachelet las elecciones.
Pero 35 años” antes, ese día de la marcha de las mujeres, la Onda (palabra que circulaba en México y supongo que aquí también) fue mujer, el día fue mujer, y todas llegaron al encuentro conscientes y altivas. Recuerdo o invento que las únicas en llegar como tromba al lugar del encuentro, fueron las mujeres del famoso barrio obrero de San Miguel. Así llegaban a todas las marchas con los maridos, encabezados por los hermanos Palestra, socialistas, pero ese día llegaron solas.
Antes de cada marcha, los obreros solían concentrarse en jardines y en bosquecillos de Santiago, inconfundibles y dignos, con sus mejores sacos y muchos de ellos con gorritas a la europea, extendían sus mantas, muchas de ellas aludiendo la Confederación Unida de Trabajadores de Chile (la CUTCH), otras con consignas, y al rato las canciones, algunas estrofas aludiendo a los mineros, los del carbón de Lota y Coronel, los de cobre del Teniente, el trabajo de los mineros, el más desgastante del mundo:
Los señores de la mina,
Se han comprado una romana,
Para pesar el dinero
que todita la semana
le roban al pobre obrero
y algunas otras más expresivas:
Cuando querrá el Dios del cielo,
Que la tortilla se vuelva,
Que los pobre coman pan
Y los ricos mierda mierda.
Al fin llegó el día de las elecciones, 4 de septiembre de 1970, Santiago y todo Chile estaban en vilo, la campaña había sido ardua y crispada, y ese mismo día (sí, ese mismo día) se conocería al nuevo presidente de Chile. Jorge Alessandri ya lo había sido, él había entregado la presidencia a Eduardo Frei Montalva (cuyo gobierno demócratacristiano, por cierto, es el que me otorgo el asilo), que desde luego habría querido entregársela al imponente -por su voz y elocuencia- Radomiro Tomic; y Salvador Allende, mucho antes que Lula y Mitterand, era la cuarta ocasión que postulaba. Y de hecho, la segunda ocasión, en 1958, pudo haber ganado, pero a la derecha se le ocurrió, no inopinadamente, sino con una intención de obvio sabotaje, enviar a las elecciones a un oscuro personaje que en adelante dejaría de serlo, aunque de triste memoria, hasta el día de hoy conocido como el cura se Catapilco, un lugar remoto en el que oficiaba en las tinieblas, y cuyo nombre, Antonio Zamorano Herrera, me fue proporcionado por Ricardo Yocelevsky, allá en México. Este cura, usando un lenguaje radical y exaltado, con una evidente intención provocadora, quitó a Allende la cantidad suficiente de votos para que no llegara a la presidencia.
Pero ese día, con Santiago y el país a la expectativa, se asistía la culminación de una campaña en la que todos se habían involucrado. Por la televisión pronto se supo, mientras se iban ofreciendo los datos preliminares, que la pelea final era entre Alessandi y Allende, las figuras más extremas del proceso electoral. Los atribulados representantes de la Democracia Cristiana, dijeron en la televisión, con voces apagadas, que sus receptores de datos se habían descompuesto.
Finalmente, y por un mínimo de diferencia, se supo que Salvador Allende Gossens había sido elegido por los ciudadanos de Chile, en la cuarta ocasión que se postulaba.
Presidente de Chile. Así lo reconocieron esa noche sus dos contendientes.
La noche santiaguina se empezó a poblar nuevamente de personas y voces, y al rato eran multitudes y voces que se dirigían ¿adónde si no? A la Alameda, al local de la Federación Estudiantil de Chile, en cuyo balcón aparecería Allende. Además de varios de los líderes de los partidos que constituían la Unidad Popular.
Yo me encontraba viviendo en una buhardilla que me habían prestado los estudiantes de economía en una casa el la que vivían, enfrente de su propia escuela; con ellos estuve viendo el desarrollo del conteo, cuando se dio, sin sombra de duda, a Salvador Allende como ganador de la contienda ¡yo no lo podía creer, ese mismo día tanto Alessandri como Tomic reconocieron el triunfo de Allende¡ Ventajas de un país civilizado al que aprendí a respetar y a querer. Salimos del local que se encontraba en la avenida República, arbolada y hermosa, y enfilamos rumbo a la Alameda unas cuantas cuadras, allí doblamos hacia la derecha para alcanzar el local de la FECH; pero antes fui testigo de un hecho que recordaré para siempre, un buen número de jóvenes democristianos, delante de nosotros obstruía la Alameda, pregunté y se me dijo que ahí estaba el edificio de la Juventud de la Democracia Cristiana, los grandes perdedores de esa jornada, pero seguimos nomás, como se dice en Chile.
En previsión de la bronca que yo me esperaba, me anudé con fuerza las agujetas de mis zapatos. Pero cual no sería mi sorpresa cuando observé que al llegar nuestro contingente a unos metros de los jóvenes democristianos que obstruían el paso, dejaron franca la vía de la Alameda y desde la banqueta de su recinto gritaron fuerte: “¡Tomic presente, Allende presidente!” No es que no lo creyera, es que ese acto de verdadera nobleza no encajaba de ningún modo en mi conciencia, que se encontraba todavía conformada por las arbitrariedades y la violencia, por la intolerancia de la desproporcionada rudeza del gobierno en el 68 mexicano, y también, por la noticias y a veces los periódicos que me llegaban de México, comparaba lo que vivía en Chile con las insulsas elecciones mexicanas, que ese año de 1970 coincidieron por cierto: las de Luis Echeverría Alvarez con las de tres candidatos de a deveras, y todavía me faltaba lo peor en México: al regreso mío y de los más importantes presos políticos mexicanos que llegaron a Chile prácticamente desterrados por Echeverría, muy a principios de junio, encontrarme en San Cosme con otros muchachos extraña e intencionalmente ostentándose jóvenes. Era el 10 de junio de 1971 y ellos eran Los Halcones. Y luego vénganme a decir que la “democracia puramente formal” que viví en Chile, no sirve para nada.
Cuando llegamos al local de la FECH la multitud ya era enorme, y llegaban cada vez más militantes y simpatizantes de la Unidad Popular que esa noche habían derrotado a “los momios” (palabra muy ilustrativa y hasta plástica que se endilga a la derecha chilena), y desde luego, ese acto medio adolescente y medio naif que todos, exultantes, actuábamos: “¡El que no salte es momio”! En el balcón de la FECH recuerdo a José Tohá y su figura alta, delgada, quijotesca, junto con varios otros dirigentes de la Unidad Popular. Tohá tres años más tarde, moriría en isla Dawson, como casi todos los que ese día, desde el balcón, se presentaban victoriosos, ellos morirán en la siniestra isla o en alguna otra de las mazmorras de Augusto Pinochet y secuaces.
Viví la experiencia de la democracia, la única que hay, y estoy dispuesto a aceptar incluso la mala leche de los que le dicen “la democracia realmente existente”, aunque con matices en Chile que ya entonces la hacían una de las más vigorosas del planeta. Esa democracia sobre la que tanto el izquierdista Bobbio (el mayor de todos, creo yo) como el conservador Giovanni Sartori han escrito páginas sin desperdicio; fue para mí, y cosa más importante, para los chilenos, una vivencia, un estado de ánimo, un clima espiritual civil, en suma, una actitud que hacía a los chilenos declarar su filiación política prácticamente antes de que les preguntaras: “De todas maneras, yo, Alessandri”, “Lógico, Allende”, Tomic pu ¿y quién más? Aquí nada del embozado y falaz, “el voto es secreto”, sino discusiones por fortuna interminables, la gente de una calle señalando, más en broma que en serio: “Ahí viven comunistas”, “esa es una casa de momios”. Todos con su bandera, su color, su elección, finalmente libre y soberana.
Una que otra ocasión, llegaron a las manos, y documentadamente una vez: se vio en los diarios al propio Salvador Allende agarrándose a golpes con algún adversario que se había acercado demasiado agresivamente. Y se celebró o reprobó, según el caso. Por fortuna, nada es perfecto. Y por fortuna también, la democracia, formal y todo (y así es correcto, escribe Carlos Pereyra), se incluye en la vida cotidiana y se presenta como una vida digna de vivirse, si así puedo decir, como lo estoy diciendo.
Llegué A Santiago de Chile el 2 de octubre de 1969 (un año exacto después de nuestra fecha trágica), protegido por los canales diplomáticos que se usaban en muchas partes del mundo, pero por primera vez por un mexicano: mi salvoconducto, entregado por la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, a petición de su par chilena, era el número 1. El caso es que ya en Santiago de Chile, y desde algún teléfono público cercano al hotel Albión, me comuniqué con el escritor refugiado español don Francisco Giner de los Ríos, cuyo teléfono me lo había dado el inolvidable Bernardo, hijo mayor del escritor y amigo mío, desgraciadamente ya fallecido.
Don Francisco, que en esos momentos trabajaba para la CEPAL, a las órdenes directas de Raúl Prebitch, fue mi mecenas durante mucho tiempo después de que se agotara el dinero que me entregó el ilustre y querido Javier Barros Sierra, en su propia oficina, en el piso sexto de la rectoría. El caso es que don Paco ideó una pequeña estratagema para que no resistiera mal, previendo que se acabarían mis recursos antes de que pudiera trabajar en algo, me pidió que le diera a guardar el dinero y que él me lo iría soltando conforme lo fuera necesitando. Pero yo calculo que me dio varias veces el dinero que llevaba, pero no como mecenas sino por pura generosidad, porque yo no entregué a cambio obra artística alguna. Además él y su esposa, María Luisa Diez Canedo, también refugiada y de familia de intelectuales, como la de don Paco, me abrieron su casa para comer o cenar ahí prácticamente todos los días y durante varios meses. Con ellos vivía su hijo menor Francisco, a quien apodaban familiarmente “El Chaparro”, no sé por qué, puesto que ya en aquel entonces era un jovencito muy alto.
Una de las primeras gestiones que don Paco hizo por mí fue la de hablar con el propio Salvador Allende, amigo suyo, para que yo pudiera sostener una entrevista con el ya entonces legendario militante socialista, y precandidato ala presidencia de la República. Calculo que fue a fines de 1969 o principios de 1970. Allende me citó en sus propias oficinas del Senado de la República, me presenté terriblemente cohibido, pero me recibió afectuosamente, apenas charlábamos las frases iniciales cuando me invitó a comer a su aún no tan famosa casa de la calle de Guardia Vieja, salimos del edificio del Senado y abordamos su auto, un Mercedes Benz que no era del año (me recordó al Jaguar, tampoco del año, de Manuel Marcué Pardiñas cuando trabajaba con él en la revista Política, en las calles de Bucareli, pero eso es otra historia), pero en Santiago yo iba de sorpresa en sorpresa, él mismo manejó el auto hasta su casa, y no había ya no digamos guaruras, sino ni edecanes, infaltables en México para cuidar a cualquier funcionario de medio pelo de nuestra más bien gruesa y laberíntica burocracia.
Mientras charlábamos animadamente, es decir, cuando abandoné mi cuasimutismo inicial, el Mercedes de Salvador Allende se deslizaba a la orilla del río Mapocho, y al abordar el inevitable tema de las comparaciones entre su país y el mío, me dijo unas palabras que no he olvidado, la esencia es esta: “Políticamente, la única gran diferencia entre su país y el mío –siempre me trató de usted-, consiste en que en México no hay democracia, y en Chile sí”. Me lo dijo directamente, sin las complicadas disquisiciones que acompañan al discurso de los cientistas sociales. Y según me he esforzado en relatar, era cierto, la democracia en Chile era y es, recuperada tras la larga noche de Pinochet, un ejemplo digno de encomio en cualquier parte del mundo.
Al llegar a su casa en Guardia Vieja, otra sorpresa, la casa en sí no se diferenciaba en tamaño de ninguna otra casa mexicana de clase media, pero no media alta, era una casa más bien modesta en la que habitaba uno de los políticos más importantes de América Latina, eso sí, el interior era de muy buen gusto, con muchos objetos del campo chileno, pero muy alejada del folclor que por entonces devastaba varias estancias de nuestro continente, todo era cómodo y confortable, debido seguramente también a la , mano de su esposa Tencha, tal como se le conocía en todo Chile, doña Hortensia Bussi.
Y UN POETA
Quizá valga la pena que relate un hecho que no tiene que ver con un gran político chileno, sino con un poeta mayor, Pablo Neruda. Redacté en el transcurso de 1971, un texto en el que se pedía la libertad de los presos políticos mexicanos, busqué a varios intelectuales, todos firmaron, entre ellos el economista Paul Sweezy y Julio Cortázar. Tal vez el último que lo firmó fue el poeta del Canto General.
Yo me encontraba en Viña del Mar, adonde había sido invitado por mi amigo Rodrigo Alvayay, también desgraciadamente fallecido, iba también otro gran amigo, el en aquel entonces todavía estudiante de economía Ricardo Infante. Casualmente, nos enteramos de que uno de esos días, Neruda iba a ofrecer un recital con su poesía en la Universidad de Santa María, en Valparaíso, el hermoso puerto chileno casi conurbado con el balneario de Viña. El caso es que el hermano de Rodrigo Alvayay, que era al que menos conocía y del que desgraciadamente he olvidado el nombre, fue el que me acompañó al recital de la Santa María.
El recinto era grande y se encontraba semivacío, siendo que Neruda llenaba con creces cualquier auditorio de cualquier parte del mundo. Pero la escasa asistencia poco le importó al poeta, que se presentó en el escenario vestido con un terno (una combinación, decimos aquí) de saco azul marino y pantalón azul claro, y sin mayor preámbulo empezó a decir su poesía con esa voz cansina y como arrastrada, algo nasal, que todos conocemos en sus grabaciones. Muchas de las poesías yo me las sabía de memoria, particularmente recuerdo como si fuera el día de hoy, el poeta dijo un verso que afortunadamente acude a mí memoria tal como lo escuché de su autor “¿en donde estará la Guillermina”. En esa poesía (ignoro su nombre), narra un amor de niñez, probablemente en Temuco. Yo iba interesado, pero sobre todo quería pedirle la firma, si he de ser sincero; pero cuando dijo ese verso, yo ya había llegado a la convicción –no desmentida hasta el día de hoy- de que me encontraba ante el ser más impresionante y entrañable que en mi vida había conocido. Su propia voz, que para nada lo favorece en las grabaciones, adquiría una profundidad y unas tonalidades que la hacían única y magnífica.
Al terminar el recital subí en compañía de Alvayay a acercarme al poeta, que por fortuna no estaba muy solicitado. Cerca de él, muy discreta, su esposa Matilde Urrutia.
Le expliqué el motivo de mi presencia, extendiéndole el texto que firmó sin leerlo. Y me dijo: “Duro para sus compañeros, pero sé que Echeverría los va a dejar en libertad”. Y tal como lo expuso el informado poeta, así ocurrió unos meses después, cuando tras varias vicisitudes y escalas desafortunadas, llegaron doce presos políticos al buen puerto de Chile. Pero eso es otra historia.
* Profesor-Investigador en el Departamento de Producción Econòmica de la Universidad Autònoma Metropolitana, Unidad Xochmilco, ha escrito varios artìculos sobre Chile.
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